La arquitectura siempre ha sido el reflejo de la sociedad que la financia. Los pináculos de las catedrales góticas pretendían elevarse a la máxima altura para deslumbrar a los que mirasen. Los palacios neoclásicos, en un alarde de pretenciosidad, igualaban a los reyes con los antiguos emperadores. Parece que está en el ADN del ser humano tratar de elevarse por encima de sus semejantes para hacerse admirar, y venerar, de alguna manera. Es curioso saber cómo la acumulación de dinero en algunos licúa su capacidad de raciocinio. Por cierto, ninguno será considerado buena arquitectura.

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Publicado en El País el 18/09/19 por Esperanza Balaguer

 

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